Escuchar a Gustavo Macaya es comprender la importancia de observar la migración en sus niveles más profundos. Es detenerse en las historias, las motivaciones y los anhelos de quienes deciden partir de su país buscando una tierra que les permita cumplir el sueño de tener una mejor existencia. En este camino, el investigador encontró relatos de una diáspora que está lejos de ser originada exclusivamente por razones económicas o laborales.

El académico de la Universidad Santo Tomás y doctor en sociología, nos muestra qué une a los cerca de cuarenta y tres mil colombianos que han llegado a Antofagasta en “una lucha por existir y resistir las diversas formas de violencia que vivieron” en la tierra que los vio nacer y que tanto recuerdan.

Su historia se inicia en la zona del Pacífico colombiano (Chocó, Valle del Cauca, Cauca y Nariño), territorio que tiene como centro neurálgico a la ciudad de Buenaventura. Es una tierra que emana vida en cada rincón, con una vegetación exuberante donde se pueden apreciar bosques de cedros, caobas, robles rodeados de plantas trepadoras y orquídeas. Más al oeste está el mar Pacífico, donde los manglares son sustento para uno de los ecosistemas más ricos del continente. 

Esta zona fue un remanso de paz en Colombia, país que ha vivido un conflicto armado desde fines de los años 50. Esta paz se rompe abruptamente en los 90 con la guerrilla, grupos paramilitares y las desapariciones forzadas, masacres y desplazamientos como formas de control territorial. La pérdida violenta de algo muy parecido al paraíso es el hito doloroso que une los relatos. Sin embargo, esta parte de la historia no es revelada como un motivo, salvo en círculos de confianza.

En este contexto, ¿Cómo se resiste a las violencias antes y durante los procesos migratorios?, fue una de las preguntas que se hizo Gustavo Macaya en su investigación doctoral y que emergió luego de años de trabajo con migrantes. Para responderla, desarrolló un trabajo etnográfico, tanto en Buenaventura, como en Antofagasta. Con esto, desentrañó las razones que existen más allá de los únicos motivos que se le atribuyen a la migración: el deterioro laboral y económico de un país.

Ciertamente, para dejar una tierra tan querida debe haber mucho más que eso, y su foco se centró en la situación de las colombianas migrantes en Antofagasta procedentes de la zona del Pacífico. 

Este grupo numeroso reveló las múltiples formas de violencia a las que están expuestas, sobre todo, las mujeres provenientes de territorios atravesados por la violencia y la precariedad: la pérdida de sus hijos, sus parejas, el secuestro, la utilización de sus vidas por parte de los actores armados, el desplazamiento forzado interno, entre otros horrores. 

La presencia del conflicto armado ha profundizado un deterioro económico, social y laboral que se arrastra por años de olvido del Estado colombiano de esas poblaciones, de tierras que por años fueron consideradas baldías. Ellos y ellas migran en busca de una vida mejor, pero ¿qué encuentran? Los relatos hablan de nuevas experiencias de violencia, esta vez desde una dimensión diferente: el racismo, la segregación y la sexualización de sus cuerpos en sus interacciones cotidianas. En palabras de quienes migran, los chilenos “nos hacen el feo”, que no es sino otra forma para nombrar al desprecio.

A pesar de las dificultades que encuentran, la soledad y el radical cambio del paisaje, Gustavo cuenta que existe un factor que los conecta con su tierra, “acá podemos seguir viviendo junto al océano Pacífico”. De esta forma, el mar y una vida más tranquila las habilita para pensar en la anhelada reunificación con sus hijas e hijos y el resto de sus seres queridos, en caso que se pueda.

Una vez en Chile, ¿cómo se resiste a las nuevas formas de violencia?, el investigador nos revela:  haciendo comunidad con sus compatriotas y con chilenas y chilenos que han decidido mirar más profundamente a quienes llegaron. “Yo tengo mi mamá chilena” o “ella es mi hermana de acá”, son frases que dan cuenta de un vínculo que recrea lazos filiales y cariño que dejaron, pero que el corazón se resiste a perder.

De esta forma, las comunidades vuelven a celebrar sus festividades tradicionales, a cocinar para tener sus sabores familiares y a sanar con su medicina ancestral, dándole forma y vida a una nación imaginaria, proyectada en una tierra nueva donde se han propuesto existir y resistir a la violencia donde la encuentren.

Gustavo dice que es necesario conocer más profundamente los procesos migratorios, “para producir cercanía, para acortar las distancias que nos separan”. Estas palabras toman fuerza cuando recordamos que estos fenómenos seguirán creciendo. 

Según la ONU en 1990, más de 154 millones de personas vivían en un país diferente al de su origen. En el año 2024 esa cifra superaría los 300 millones. Se espera que, a los factores que gatillan el crecimiento de estos números: pobreza, deterioro laboral y conflictos armados, se sumen la contaminación ambiental y la migración por causas climatológicas. Ante este panorama, se hace urgente promover nuevas formas de contar con comunidades más diversas e inclusivas para construir una mejor vida.